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Bienvenido al blog de El Conde. En este espacio encontrará el reflejo de obscuras obsesiones, fuente y matriz que impulsan estas historias.
Historias de amores, de agonías, de ese absurdo que surge de la fusión entre realidad y las ideas.

martes, 4 de mayo de 2010

Límite

Límite
Un límite palpable. Un límite de filosos contornos, Un límite que a veces se oye.
Ese relámpago de un abismo excitante e inasible que no sea de otro modo que a través de la existencia.
Carencia estúpida y vulgar de mi lengua e ineficiencia de mis palabras para nombrar, para decir o tal vez para digerir una carta de amor como mi amiga Diana o la psicótica obsesión de Andrés por comprar bananas todos los días y que ello sea poesible o tal vez como las otras poesías de Oscar con el peso del universo concentrado en lo real viscoso y tibio.
Ya se había caído la idea, el sueño utópico de una integridad. Desintegrado en la nada sin poder ser siquiera la ausencia de lo que fue, eso era yo. Tal vez se dirá que todo esto es un sinsentido, un desaguisado de una torpe conciencia obtusa, y tal vez si.
Todo eso era yo, hasta el día de la ventana. Fue una mañana al abrir los postigos y ver de frente otra ventana en el edificio opuesto, ese muro obstáculo de espantos y espantosos ruidos, verticalidad eterna y constante hacia un cosmos indiferente, ese no número sin palabras. Ese muro separado del mío solo por un espacio en el que cabrían unas pocas palabras, no más. La ventana del frente estaba abierta, por la mía el sol, por ella las sombras. Me quedé mirando y trataba de ver su interior, mostrabase vacía, inerte, una boca muerta sin aliento alguno que no fuera la húmeda soledad.
Los vidrios me reflejaron despeinado y con la barba crecida, sin camisa y con lo que queda de mi cuerpo. Resignado a la abertura como a una amenaza de tragarse el tiempo que no tengo, me lavo, afeito, peino y visto. Me voy.
Al volver, casi por la noche, un empujón me llevó hasta la ventana, la del frente seguía abierta, esta vez una luz espesa la perdía entre el brillo de una ciudad indiferente.
Ojeras, el rictus marcado por el cansancio, la mirada forzada hasta un horizonte senil, ese era yo.
A la mañana siguiente el pequeño escenario no me ofrecía más espectáculo que el que no fuera el abandono. La barba crecida, el pelo desordenado, la cara hinchada por el sueño sin sueño. La ventana del frente, el alter ego de la mía, el hueco de mi presencia.
Una mañana apareció lívido por el sueño medio incompleto y lo que quedaba del cuerpo en la ventana.
Nos fuimos.
El Conde

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